EL VIEJO RETRATO
Hola a todos, hoy os quiero mostrar un relato mío llamado "El viejo retrato". Dicho relato está incluído en mi libro "Aromas del atardecer". Espero que sea de vuestro agrado.
EL VIEJO RETRATO*
Lo
mataron en la
guerra. Era músico y
tocaba el acordeón en los bailes del pueblo.
Eso fue lo que me contaron días más tarde.
Supe de él, por el
viejo retrato, el que está colgado en el salón de mi casa. Me gusta contemplarlo, en especial en las
tardes lluviosas como
esta. Quizás sea
el embrujo que contienen
las tardes tristes, cuando el
agua resbala por los cristales de la
ventana, y la
estancia parece llenarse
de melancolía. Y el
cielo gris soporta
los gemidos de la
tormenta.
Horas
que transcurren despacio
mientras paladeo el humeante
café. Aspiro su aroma, y miro los
rostros que se asoman en la vieja fotografía.
Como ahora sé algo más de sus vidas,
siento una intensa admiración por ellos,
y los noto como más cercanos.
Parecen hablarme a
través del viejo
retrato al saberme cómplice de sus secretos.
Como fantasmas de un tiempo pasado,
quieren acunar sus instantes
para impregnar de vida a la imagen.
Es
el retrato en blanco y
negro de un hombre y
una mujer. Es una
foto antigua, parece
haber sido tomada alrededor de
los años treinta
del pasado siglo.
Y está encuadrada en un marco
dorado.
El
decorado es típico
de estudio, con un color gris de
fondo y
unos cuantos objetos de adorno
que acompañan a la pareja en la foto.
Los dos son jóvenes y miran al frente, seguramente al fotógrafo que les está
retratando.
Probablemente, este
sea el retrato de su boda.
Esto se deduce por los ropajes que llevan, que aún siendo sencillos, lucen con
elegancia. También se
puede adivinar por la
mirada de sus
ojos, que tienen
ese aire solemne
de las ceremonias; además
de un ligero
matiz de felicidad compartida y confianza mutua.
El
hombre está sentado,
no parece ser muy alto.
La mujer de pie
a su lado,
apoya la mano
en su hombro. Su
gesto desenvuelto, se
asemeja a un acto cariñoso de amor por su parte.
Fijándose con detalle en el rostro masculino,
se aprecia su hermosura. Es
muy guapo, parece
un galán de las
películas de antaño. Va peinado con la
raya al medio, tiene los ojos
claros, muy bonitos. Mas, no se puede saber su color
exactamente; el blanco
y negro de la fotografía lo impide,
pero bien pudieran ser azules o
verdes, o de color miel.
Ella es delgada y menuda, pero tiene un
cuerpo proporcionado. Su cara no es tan hermosa como la de su compañero, no obstante, posee una peculiar belleza.
Expresa serenidad y
fortaleza. Al mirarla,
se tiene la impresión
de que fue
una gran mujer,
de naturaleza tranquila y
valiente.
Se
intuye por el
mensaje que emiten
sus ojos, que aparentemente pacientes,
parecen invitar a
compartir su energía vital;
esa energía que
ha quedado impresa en la fotografía y que puede
sentirse al observarla.
Un
relámpago hace acto
de presencia y
durante un segundo ilumina el salón.
Porque estoy arropada sólo con la
tenue luz de una vela, ya que hace dos horas, que un apagón eléctrico sumió
la casa en la oscuridad.
Pero no tengo miedo. En ese estado de
semipenumbra, los rostros del
viejo retrato parecen más
misteriosos. Me los sé de
memoria, sus rasgos, sus cabellos, sus sonrisas…
En
esta tarde de
tormenta, la casa se ha quedado en silencio para escuchar como la furia de
la naturaleza parece cantarle una
emotiva canción.
Unas
cadencias que surgen de una
melodía del pasado, algo que susurran
los labios de los protagonistas
del viejo retrato.
En
mi imaginación, mientras
repaso sus siluetas,
me detengo a escucharlos.
* * *
* * * *
Siempre me ha llamado la atención ese
retrato.
En días anteriores, cada vez que penetraba
en el salón, y mis ojos se
topaban con él,
montones de interrogantes acudían a mi pensamiento.
Como
una cascada de incógnitas, mi
curiosidad me invitaba a querer
saber de ellos.
Me
detenía a fantasear algunos
minutos en sus posibles historias. Quién sabe
las vivencias que se escondían tras ese instante quieto.
Cavilaba,
y mi imaginación
comenzaba a llenarse
de nombres, fechas, lugares
y contextos. Pero
todo eran conjeturas
mías. La mujer bien
pudiera haberse llamado
Pepa, Dolores o
Pilar, o cualquier
otro nombre. El del hombre
pudiera haber sido Juan, Miguel,
o Tomás.
¿Vivirían o estarían muertos? Me inclinaba a pensar que yacían bajo tierra, por los años transcurridos que
separaban la actualidad del
momento en que fue tomado el retrato, aunque quién sabe
si todavía vivirían y fueran centenarios. Mas
aún estando muertos,
el rastro de
sus vidas se había quedado impreso en la
fotografía, para mostrarnos la certeza
de su existencia.
Pero no conocía sus nombres ni sus vidas, ignoraba lo que hicieron, dónde nacieron, o si murieron
y cuándo. El lugar donde
vivieron seguramente pudiera
haber sido este donde me hallaba,
ya que ellos
podrían haber sido habitantes de
este pueblo, o
bien de otro.
Todo era posible. Nada aseguraba
su procedencia verdadera.
Ni
tampoco sabía los
hijos que tuvieron,
ni los que perdieron, ni
siquiera si fueron
padres. Era todo
un enigma para mí, y por eso me había propuesto averiguarlo.
Soy
escritora de novelas
históricas, y siempre
voy investigando los rastros
de cualquier memoria vivida, para plasmarlos luego en el papel.
Recorro
las calles de los pueblos
prestando mucha atención a los
trazados de estas, a las construcciones
de sus casas y monumentos,
hablando con sus habitantes,
y acudiendo a las
bibliotecas o instituciones
públicas para descubrir documentos perdidos… Todo es interesante para
mí. Todo lo que me induzca a revelar los sucesos pasados.
Después,
lo analizo todo,
recojo los datos que me cautivan y
los personajes que
más se prestan
a ser reflejados en mis
narraciones.
Hablo con los lugareños, escucho sus historias. Muchas de ellas son
apasionantes, otras son cotidianas. Las mismas historias vividas en diferentes tiempos, las mismas penas y las mismas alegrías. Pero todas tienen algo
especial, algo que las hace diferentes. O tal vez sea la persona
que me las cuenta, el tono que
les otorga a
los acontecimientos, el misterio que regala a sus
protagonistas…
Llevo un mes viviendo en este
pueblo tan bonito, en una casa alquilada
que encontré muy bien
de precio. La elegí por la tranquilidad de este
sitio. Y cuando
estaba limpiándola, me topé
con el viejo retrato, casi como por casualidad, pues estaba oculto
en el desván.
Me
gustó de inmediato su halo de tiempos pasados, y decidí colgarlo
en el salón.
Como ya conté
antes,
me encanta mirarlo cuando tomo tranquilamente mi café y me sumerjo en mi fantasía.
Por
eso, quise saber de ellos. Y gracias a algunas
de las personas con las
cuales conversé en el pueblo,
logré conocer un poco de
las vidas de los
protagonistas del viejo retrato.
Por suerte, quedan todavía algunos descendientes de sus
contemporáneos. Y me pudieron contar algo.
Sin
embargo, una señora llamada Carmen me informó mucho
mejor. Por ella supe
varias cosas de la pareja
retratada.
Carmen es hija de la tía Lorenza, la
anciana más vieja del pueblo.
Con sus ciento
dos años aún
sigue viva y
aunque ahora ya no recuerda casi nada
de su vida, cuando podía hacerlo fue una gran narradora.
La
tía Lorenza siempre
está sentada en una
silla a la puerta de su
casa. Va vestida
toda de negro,
desde el pañuelo de la
cabeza hasta sus alpargatas. Toma el sol
todos los días, si el buen tiempo se presta a ello. Y a mí me gusta verla, pues sus ojos me
transmiten la paz anhelada que espera.
Es como si
sentada, se dejase
arrastrar monótonamente por el
paso del tiempo
para que este la
hiciese reunirse con
sus seres queridos,
ya fallecidos, habitantes
del más allá;
pero sin agobio y sin prisa. Sólo murmura
algunas palabras y sus ropas viejas
despiden un olor
añejo, mas no me importa, porque su presencia es el vestigio de un tiempo olvidado. Ya casi nadie se viste como ella.
Escasos ancianos siguen
conservando esa costumbre de estar sentados al sol mirando como
la vida discurre a su lado, sin apenas
ellos intervenir en ella.
La tía Lorenza le contó a su hija Carmen
cuando todavía podía acordarse de las
cosas y
de los hechos,
muchos sucesos ocurridos en
el pueblo. Y
como fue contemporánea de
las personas del viejo
retrato, obtuve de esta manera,
alguna información sobre ellos.
Su historia
es como la de tantos otros que vivieron en su
época.
Carmen
me dijo que, efectivamente, es
el retrato de boda de la pareja.
Que el hombre fue músico, que tenía un acordeón con el que tocaba algunas veces en los bailes
del pueblo. Que ambos se
casaron. Que el
matrimonio tuvo dos hijos,
de los cuales,
el más pequeño
no llegó nunca
a conocer a su padre, ya que este
murió antes de que naciera su segundo
retoño. Que la
pobre mujer se quedó viuda muy pronto,
a los cuatro años de contraer nupcias
con él. Que lo mataron
en una batalla,
en nuestra guerra
civil española, al poco tiempo de que comenzara. Que en la calle donde
ambos vivieron, y en
esta casa donde yo habito ahora y que
fue la de ellos anteriormente, se libró
un atroz enfrentamiento
entre los dos bandos. Y que debido a este hecho, la
calle se llamó
años más tarde “El muro”, para dejar constancia de la cruel lucha, en
la cual la calle se vistió con los negros ropajes del miedo, del luto y de la
sangre.
Todo
esto había sucedido
en este pueblo, próximo a Belchite,
donde también se luchó,
como en tantos otros
lugares de las
cercanías, convirtiendo así
a la hermosa
tierra aragonesa en un
mar inundado por las lágrimas y la
destrucción.
Aquellos
campos amarillos de
trigo se cubrieron
de montones de cadáveres,
aquel paisaje seco
fue abonado con la sangre de
tantos seres humanos.
Por
algunos de estos
caminos quedó tirado el cuerpo sin
vida de aquel
hombre, pero
nunca lo encontraron y
permaneció desaparecido para
siempre, como una más de las tantas víctimas de la guerra.
Y
su esposa tuvo
que conformarse con
llorar su recuerdo, ya que ni flores pudo ponerle en una tumba que albergase el amado cuerpo de su
marido.
Carmen
me aseguró que la mujer, después de enviudar no volvió a
casarse. Que crió ella sola a sus dos
hijos como pudo, con muchísimas dificultades,
pero que sin embargo, crecieron sanos y fuertes, fundando sus respectivas
familias, dándole nietos
después, alegrando un poco su
triste vida, hasta que
finalmente ella murió un día de
vieja.
Pero
sólo me contó esto, retazos de sus vidas. No me dijo
nada de sus
circunstancias anteriores, quiénes fueron sus padres,
sus hermanos, sus
abuelos. Cómo se conocieron, cómo se enamoraron.
Me
hubiera gustado adivinar sus pensamientos, sus esperanzas y sus dolores. Saber cuánto
se amaron, cómo soportaron sus desdichas y cuánto saborearon sus escasas
alegrías.
¡Hay tantas escenas escondidas en su
pasado! Las cuales nunca conoceré
totalmente. ¡Tantos sentimientos de felicidad
y de angustia! Momentos que sólo
ellos sintieron. Tristezas, penas, enojos y olvidos.
Lo
único que puedo
hacer, es imaginar todos estos
sentimientos. Todas sus
experiencias. Como el enorme
esfuerzo que tuvo que hacer la mujer
para sobrevivir, para salir adelante y
no venirse abajo.
Me
conmueve su dolor
trágico y profundo.
Su decepción para con
el destino, su odio a la guerra que le arrebató a su
marido, como tantas
vidas que se perdieron en esa
contienda llena de sufrimientos.
Esta
fue su historia. La
que se esconde tras el viejo
retrato.
Esta
historia real que
bien pudiera convertir
en una novela. E inventarme nuevos
sucesos, contar lo
que pudieron sentir, los primeros besos que se dieron, sacudir a los
lectores con sus vivencias, con todas
sus penas amargas y sus melancolías , con sus sueños perdidos, con sus escasas
esperanzas…
La realidad siempre supera a la ficción,
pero esta tiene el poder inmenso de seducir al mundo.
He
narrado la historia del viejo
retrato, la vida de unos seres que ya no existen, pero
que permanecen estáticos y felices
en su retrato de boda.
Es como si el tiempo, tan efímero y corto les hubiera
regalado a ambos la eternidad.
Por eso, cada vez que vuelvo a mirarlo, me
asaltan todos estos pensamientos. Se
desborda mi imaginación y me identifico con sus sentimientos, porque
además de haber sido de ellos,
también lo son de toda la humanidad.
Son
los que hemos
compartido a través
de nuestras experiencias, de
nuestras historias vividas, al
transcurrir de los siglos. Son
siempre viejos y
nuevos, son los sentimientos del ayer, del presente,
del futuro.
Son nuestros desde siempre y para siempre.
Y
vuelvo a experimentar
la conocida sensación de la nostalgia, que una vez más
acude a saludarme de nuevo.
* *
* * *
* *
*
Dedicado a la memoria de mis abuelos
paternos.
© Pilar Lou Martin
Todos los derechos reservados.
© Pilar Lou Martin
Todos los derechos reservados.
Nota: La foto que he puesto no es mía. La he cogido de Internet como ejemplo de mi relato.
Si os ha gustado este relato y queréis leer más relatos míos, podéis leerlos en mi libro "Aromas del atardecer", donde está incluído este relato junto a otros. Son en total treinta y tres relatos de géneros variados.
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Os dejo los enlaces por si queréis adquirir el libro. Está en formato digital y en papel.
Tienes material para una buena novela. ¡Adelante!
ResponderEliminarUn relato conmovedor. ¡Cuántas historias se esconden bajo los viejos retratos! Pacientemente esperan ser sacadas a la luz antes de que el olvido las borre para siempre.
ResponderEliminarMuy romántico y crudo a la vez tu interesante relato. Es difícil no mirar un viejo retrato de esos que dejaron tus abuelos tras su desaparición y no imaginarte alguna historia basada en esos , a veces, misterioso personajes que en ellos aparecen. Enhorabuena en tu faceta de novelista. Un saludo.
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